documentos El me llamo Malala  

El me llamó Malala es un retrato íntimo de Malala Yousafzai, que fue herida cuando hombres armados talibanes abrieron fuego contra ella y el autobús escolar de sus amigos en el valle de Swat, Pakistán. La adolescente de 15 años de edad, que había sido el objetivo del ataque por hablar a favor de la educación de las niñas en la región del valle de Swat en Pakistán, recibió un disparo en la cabeza, lo que provocó la indignación de los medios internacionales. Convertida en una activista educativa en Pakistán, Yousafzai ha surgido desde entonces como un destacada activista por los derechos de los niños en todo el mundo y en diciembre de 2014, se convirtió en el más joven ganador de un Premio Nobel. Su estructura es compleja; va dando saltos, no sólo temporales, sino también de un aspecto de la historia de la activista a otro, ora centrándose en sus motivaciones, ora en la escalada de violencia que los talibanes provocaron en su región, el valle del Swat, etcétera, obteniendo como resultado un montaje portentoso y un ritmo que no decae jamás. Comienza con una espléndida secuencia de animación en la que, yendo al grano, explica por qué el documental se titula así, una referencia brillante que no le debemos a la labor artística de Guggenheim, sino a la propia verdad de la que se ocupa en la película y, en concreto, al otro protagonista de la historia, Ziauddin Yousafzai, el padre de Malala, la mayor influencia que ella ha tenido y, sin duda, una persona tan interesante como su hija. Y, como Guggenheim es consciente de ello, no escatima en la descripción de este otro valeroso activista de la paz y la tolerancia y contra el fascismo religioso, amenazado de muerte como Malala.

Es imposible no emocionarse con los tramos en que Ziauddin, que regentaba una escuela en Mingora, nos habla de por qué no da su brazo a torcer en su lucha o de su estrecha relación paternofilial con Malala. Como emocionan profundamente y horrorizan las secuencias que recrean el ataque talibán a la joven y sus consecuencias, con la gran ayuda de la poderosa, lírica y a veces étnica banda sonora que Thomas Newman ha compuesto para la ocasión.Las lindas secuencias de animación, de trazo pictórico, están espolvoreadas a lo largo de la película, casi siempre que Guggenheim desea relatar hechos anteriores al ataque talibán y cuando no recurre a imágenes o grabaciones de archivo; y por sus recreaciones y estilo de montaje, sigue esa agradecida tendencia que hace que nos olvidemos de las grabaciones planas de testimonios y de los guiones simples como el mecanismo de un chupete, es decir, que lleva al cine documental las técnicas emocionantes de las narraciones cinematográficas de ficción. Algo que, si bien hace tiempo que ya no resulta original, lo lleva acabo con gran pericia.

No obstante, si bien no hay duda de que la postura de Guggenheim es la correcta en favor del trabajo de Malala, en el último minuto da la sensación de que se extralimita en ello y acaba dando una leve sensación promocional que no le favorece, como en aquellas películas estadounidenses que concluían con un mensaje en favor de la participación del país en la Segunda Guerra Mundial. Pero el poso que dejan los escalofríos de placer y la emoción, por fortuna, persiste: Él me llamó Malala es la mejor película que he visto al menos en los últimos seis años, lo cual resulta quizá muy elocuente respecto al estado del cine narrativo de ficción.

Malala, dentro de su singularidad, es una chica normal. Alegre, lista y algo tímida, se pelea con sus hermanos como todo el mundo y le da pereza ayudar en las tareas de la casa. A ella lo que le gusta es debatir, escuchar y sacar buenas notas, como hacía en Pakistán. Ahora sigue esforzándose para estar a la altura de la exigente escuela inglesa a la que va. Es fan de Brad Pitt y Roger Federer.

Ha escrito su propia biografía (I am Malala, en la que se basa la película) y a menudo debe ir al médico por el dolor y las heridas que le dejó el brutal tiroteo del nueve de octubre de 2012. Tampoco es fácil lidiar con la fama y adaptarse a otra cultura e idioma, dejar la vida y los amigos atrás, sabiendo que no puede volver. Allí, aparte de incondicionales compatriotas y niñas admiradoras de su causa, también hay gente que dice que en Pakistán hay muchas otras chicas como ella; un tema por el que el documental pasa de puntillas.

El diseñador Jason Carpenter nos lleva a través de sus suaves dibujos animados –combinados con entrevistas e imágenes de archivo– por la vida de Malala y su familia. Al principio, sabemos que recibe este nombre de la leyenda del siglo XIX que inspiró a su padre cuando iba a nacer. Él ya presentía que sería una niña especial, pues Malalai era una mujer pastún que alentó al ejército afgano durante la guerra contra los británicos para que no se rindieran y, de hecho, murió por ello.

Y así ha sido. Malala es una niña inquieta, inteligente y valiente y, desde pequeña, se cuestiona todo: su religión, la posición de la mujer en el islam… Ella quería ser libre y su padre se lo fomentó.

En este sentido, por un lado, Malala afirma que su padre no eligió su vida, que solo le dio el nombre y, por el otro, dice que si hubiera tenido un padre y una madre normales ahora tendría dos hijos. Por eso, se echa de menos cerrar esta reflexión en el film, pues aunque fue ella, evidentemente, la que decidió unirse a la lucha pacífica, esta lucha fue empezada por su progenitor; quien la ha criado y la ha ido guiando para llegar a ser quien es.

Así, igual involuntariamente, la idea que reluce es que el verdadero protagonista (en la sombra) es el que la llamó Malala, como acertadamente señala el título. En este caso, detrás de una gran mujer ya se ve que hay un gran hombre.

Cierta privacidad y subjetividad –totalmente respetables– se mantienen en el film, en el que no llegamos a profundizar del todo en los personajes, por lo que el sabor final es de suspicacia positiva. Tras el retrato realista y cercano de Guggenheim, de la vida pública y privada de la joven activista, aparece el toque emocional y en el fondo (de toda la cinta) promocional. Quizás no tiene más, pero surgen ciertas preguntas al filo del relato: siendo una película alrededor de la mujer, ¿por qué su misma madre queda al margen de la historia?

Aunque el metraje es ajustado –algo que ya es una valorada virtud, el montaje es lento en algún tramo. Pasando esto por alto, es inspiradora y bonita, muestra una realidad que deberíamos sentir –cada uno– como cercana e implicarnos más desde Occidente.

Malala se ha convertido en altavoz de un conflicto, misión que está cumpliendo y que supone toda una lección para más de uno. Ella quiere que la gente aprenda de la experiencia que tuvo y es consciente que representa a esos 66 millones de niñas que no tienen acceso a una educación digna. Una chica con fuerza, que cuando habla transmite lo que lleva dentro. “Un niño, un profesor, un libro y un bolígrafo pueden cambiar el mundo». El tiempo lo dirá.

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